miércoles, 18 de mayo de 2016

                                                                        I

Era Kinski. El piloto era Kinski. El piloto es Kinski. Y yo soy su Herzog versión rubia, de ojos centelleantes y con tacos, con una sonrisa estampada como una trompada, no sin cierto temor reverente, a su lado, mirándolo, en la cabina de mando, dirigiéndome a una isla incógnita e invisitable- llamada “la isla de los pájaros”- en busca de Rimbaud, en busca de su cadaver.
 De pronto, Kisnki me observa. Me observa como suele hacerlo él, como lo ha hecho desde la primera vez, cuando nos conocimos en la noche cándida del Caribe y que le ha merecido su apodo, que le ha merecido el olvido absoluto de su verdadero nombre en pos de ese pariente lejano de la hipérbole, de lo extremo, por qué Kinski no te mira, te absorbe y te hace cómplice, de manera irremediable, sin otro preámbulo que sus ojos azules labrados en el hilaje de oro de su mirada, Kinski te ata, pero como lo hace un pájaro libre con su canto. Me mira, y me dice, sonriente-
- Pronto avistaremos la cumbre.
 Señalando hacia abajo, sin ignorar que ni él ni yo podemos escuchar palabra alguna debido al ruido de las turbinas que lo absorben todo. Y aún así persiste, aún así, prosigue en su perorata y afirma que allí está, sí, no hay duda alguna, ahí está, por qué el Rimbaud que regresó a Francia, con su pierna grangrenada, fue cualquier hombre pero no El Niño poeta desesperado de liviandad, desesperado de la policromía bastarda de su desamparo, no, el Rimbaud verdadero descansa allí, en la bahía de los pájaros, en ese alucinante terraplén de tierra al cual está prohibido ir, ¿Porqué?- y Kinski observa el paisaje de mi rostro, endemoniado, como si intentase tatuar cierto pavor que persiste entre sus palabras, a cada silencio, a cada hiato, que él nota como una rabia de la cual es preciso deshacerse antes de que lo mate, lo estrangule es pleno pleito con el lenguaje- por qué el gobierno panameño, dice, intenta preservar ese paraíso de especies, donde existen pájaros que ninguna mente humana podría imaginar, y entre ellos Rimbaud, Rimbaud el viajero eterno, Rimbaud insolente, con su plumaje de piel desgarrada.
Kinski maniobra obediente y sonríe, mientras la avioneta da vuelta tras vuelta y por momentos yo me sujetaba a él sin saber a dónde irían a parar mis veinte años, con un loco como Kinski al cual siquiera conocía con plena conciencia, nos habíamos conocido en Bocas del Toro, si, de allí veníamos, allí Kinski con su español animalizado se había hecho de una avioneta con su credencial de estudiante de la Soborna, y su fingida petulancia de aristócrata sanguinareo, Kinski aborreciendo toda observación que yo le hacía, determinado desde el momento en que nuestras miradas se cruzaron tras un cascabel de Balboas frías en la barra del bar en subirme a una avioneta e incluirme en sus propósitos y yo, yo decidida a ello, por qué en ese entonces sabía que mi única esperanza era perderme en la noche y ser consumida por mi propio fuego, por qué aquel extraño muchacho con sus teorías excéntricas acerca de un joven poeta que había sentado a la belleza en sus rodillas, escupiéndole en la boca, traía consigo mismo todo un infierno. Yo no era la muchacha inocente perseguida, buen motivo para tantos románticos- era la propia destrucción, mi propia destrucción, a cada segundo, a cada momento, buscando esos quiebres de epicidad, y Kinski era uno de ellos, fulminante, arrasándolo todo. Kinski, le digo, no dejes de mirar al frente, Kinski, no dejes de tomar con ambas manos el volante, Kinski, no juegues así con la muerte, Kinski, no me mires así- bien sabes que no puedo escucharte y si, Kinski, yo sé que lo que vos pretendías era que nos arrancásemos la piel con los dientes para ofrecérsela a nuestro propio Totlec personal, nuestro Totlec doméstico y portátil, de tormentosa y escuálida anatomía inyectada en la sangre furibunda de nuestra juventud. Lo que a mí me gusto de vos, desde el primer momento, fue tu fiebre, Kinski, tú insanidad. Sé que te sucedió lo mismo conmigo, cuando me viste al otro lado de la barra, atravesada por las luces vaporosas, densas del alcohol de los cuerpos porque eso éramos, Kinski, el cuerpo ininterrumpido de la noche, y no me mires así, no lo repitas otra vez, claro que te he escuchado, claro que lo he hecho, aún te siento susurrándome en medio del fragor de la tórrida nocturno dado caribeña, conmigo jamás podrás ser meramente una espectadora y proponiéndome, al instante, como si lo supieras, como si realmente lo supieras, ir a la búsqueda de Rimbaud, ir a la búsqueda del más altivo y el más deletéreo de los pájaros, aquel que ha sido enterrado con el dibujo de una jaula abierta pegado, casi atravesado, en el pecho exague.

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